“Clama a mí, y yo te responderé, y te enseñaré cosas grandes y ocultas que tú no conoces”. Jeremías 33:3.

Jeremías vivía rodeado de personas en una condición espiritual deplorable. El pecado abundaba, la disciplina prometida por Dios no llegaba y el profeta parecía predicarle a las rocas y a los árboles. A nadie le interesaba escucharlo, la mayoría seguía el camino de sus propios deseos; y por predicar la verdad, Jeremías terminó en la cárcel. Entonces recurre a Dios, y la respuesta que recibe es: “Clama, porque voy a mostrarte cosas grandes y ocultas que aún no conoces”.

La palabra hebrea para clamar es cará que significa “llamar fuera para, aclamar, anunciar, gritar, invocar, llamar, nombrar, pedir, pregonar, proclamar, dar voces.” Evidentemente un clamor no pasa desapercibido.

El clamor está relacionado con la pasión, el celo, la determinación de escuchar al Señor bajo cualquier circunstancia, pero también se refiere a la angustia que provoca el pecado y sus consecuencias, la tristeza por la desidia e indiferencia ante los llamados de Dios.

Quienes claman buscan alejarse de la mediocridad espiritual, son los que no se conforman con migajas pues saben que en la mesa del Padre hay pan que satisface verdaderamente al alma; son los que buscan agua de vida donde apagar su sed interior. Clamar a Dios es mucho más que un mero hábito de oración, es expresar con gran sentimiento lo que hay en nuestro corazón, pedir una intervención divina urgente.

El pastor E.M. Bounds, en los comienzos del siglo pasado, escribió: “El deseo da fervor a la oración. El alma no puede permanecer indiferente cuando algún gran deseo la atrae y la inflama… De­seos fuertes producen oraciones fuertes. El descuido de la oración es la señal temible de la muerte de los deseos espirituales. El alma se ha aleja­do de Dios cuando el deseo por él ya no la impulsa a orar. No puede haber verdadera oración sin el deseo”.

Tal vez deberíamos comenzar pidiéndole a Dios que despierte el deseo de orar, de pasar tiempo con Él en su presencia. Aprendemos a clamar orando.

Dios nunca fue indiferente al clamor de sus hijos. Siempre libró, hizo justicia, milagros, proveyó, abrió puertas, trazó nuevos caminos, reveló secretos, pero cuando se clamó con todo el corazón. “Me buscaréis y me hallaréis, porque me buscaréis de todo vuestro corazón”. (Jeremías 29:13).

Cortesía Pastor Pablo Giovanini
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