Un recuerdo imborrable

Ese día que estábamos todo el pelotón de verdugos, estaba con mis indumentarias que me hacían lucir hombre de gran respeto e infundía miedo. Tenía varios años de trabajar para el emperador y me divertía cada vez que teníamos que azotar a los convictos.

Pero ese preciso día, tiempo de fiestas, ese hombre que vi ese día, lo vi un hombre de buen parecer, su rostro apacible, enmudecido, su mirada era más que penetrante, y en sus ojos había algo que hizo enardecer al sólo verle, pues no era posible que fuera mejor que yo, y en ese preciso instante sentí que quería azotarlo de una forma que sería la primera vez que más iba a disfrutar hacerlo.

Ver su porte era como pocos, o único podría decir, pero estábamos todos allí y nos vimos los rostros unos a otros, y me dieron el privilegio de ser el que comenzara la función de poder comenzar con el látigo llamado flagrum. Este era un material especial pues tenia metal y huesos, y me gustaba porque con este hombre los íbamos a usar muy bien.

Cuando vi la espalda de este hombre sentí algo extraño, pero no pude descifrar que era, pero algo dentro de mi me decía que lo hiciera con todas mis fuerzas, como que era un gran enemigo a quien iba a hacer este castigo y era una como venganza.

Al tener que dar mi entrada que debía marcar la diferencia, mis compañeros me dijeron: no eres lo suficiente como para arrancar un pedazo a la primera.

Recuerdo que ese primer latigazo que le di, lo hice con tanta fuerza que algunos partes del látigo se le incrustaron en la mejilla, y al jalarlo le expuse parte de los músculos de la cara, y en ese momento escuché un grito ensordecedor de alguien que estaba viendo el castigo y la espalda fue prácticamente inaugurada.

Vi la sangre de este hombre derramarse a gotas y gimió como un niño, y mis compañeros me aplaudieron. Cuando vi esa escena me sentí aún más envalentonado y me dije a mi mismo, el próximo que me toque darle lo haré con mayor puntería a su espalda para ver esa sangre más roja y brillante salir.

Mis compañeros que me siguieron a mi primer golpe y así llegaba mi turno, y volvía a hacerlo con mayor dureza y ver sangre me llenaba de alegría, y podía ver enterrarse estos fragmentos de hueso y metal enterrarse en su piel que ahora parecía un cuadro lleno de heridas sangrantes.

Sentí que mis turnos de darle golpes a este hombre eran aún más rápido, que me llegaba la oportunidad , y este hombre seguía gimiendo. Y cuando caía al suelo a pesar de estar encadenado a ese tronco, lo volvíamos a acomodar y que no se perdiera la función que estábamos dando.

Mucha gente gritaba aún más enardecida y eso me daba aún más fuerzas para golpearlo. En medio de todo eso, cuando cayó de nuevo, mi compañero de turno fue con un palo y le dio en la cabeza y al mismo tiempo le dio una orden que se pusiera en pie, y vi casi en segundos ver que su cuero cabelludo se formaba aquella pelota de sangre coagulada y se veía deforme su cabeza.

El jefe le dijo a mi compañero: no le puedes pegar en la cabeza aún, pues debe caminar hasta su lugar final y debe cargar su propia cruz, sino tú se la cargaras.

La gente gritaba: crucifíquenlo, crucifíquenlo, realmente yo sentía que me vitoreaban al poder flagelar a este hombre, y cuando me tocó dar el último latigazo hubo algo que pude percibir, y fue un terrible mal de culpa.

Sentí que había cometido un grave error, porque este hombre al parecer había hecho sedición y recordé una frase que él dijo cuando Pilato le preguntó: «…Así que tú eres rey? Jesús respondió: Tú dices que soy rey. Para esto yo he nacido y para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz…» (Juan 18:37).

Esa porción vino a mi mente y solo cerré los ojos, y le di el último latigazo. Sentí que me había enloquecido y quería seguir y seguir haciéndolo, y un compañero me apartó y dijo: Basta, ya ha acabado el castigo de los látigos, solo debes verlo, míralo, no se puede reconocer. Aquel bello rostro que antes podía verse en él, ahora nosotros somos los causantes de su fealdad, y rompimos en carcajadas.

Luego este hombre tirado en el suelo y sangrando, con la tierra en su cuerpo, no habría médico capaz de reparar dichas heridas. Pues le habíamos molido su piel y tejidos profundamente.

Este hombre estaba confinado a morir, pero creo que más que los latigazos las palabras de odio que salían del público eran más potentes que los latigazos que nosotros habíamos dado, y sentí en ese momento vergüenza de mí mismo y de mi lengua, sentí que todos esos años que yo me dedicaba a castigar y mofarme del mal ajeno porque yo era parte de la ley, pues dura es la ley, pero es la ley.

Ese mismo día lo hicimos cargar ese pesado madero en su espalda, y caminaba apenas con sus heridas sangrando y la sangre cayendo en todo ese recorrido.

Esa sangre aún la recuerdo tan vívidamente y se hizo que alguno de los espectadores cargara ese madero y se le ayudó. Pues no había forma de poder hacerlo caminar, pues cayó en el suelo y su sangre se marcó en aquellas calles empedradas y hasta que finalmente llegamos al Gólgota y allí ocurrió algo sin precedentes.

Al ver a este hombre allí levantado en aquella cruz y llegó a pedir agua y le dimos vinagre, creo que lo menos que podíamos hacer era darle agua, pero ni eso hicimos, le dimos algo para causar más sed en él, y vimos aquel cuadro de esos tres hombres allí en la cruz.

Por un momento se me vino a la mente que esas tres personas simbolizan las partes que estamos formados: cuerpo, espíritu y mente; dos cosas corruptas y una totalmente pura.

Comenzó a llover en aquel sitio a pesar que no había indicios de lluvia, y luego los rayos y centellas comenzaron. Vi clamar a uno de los asesinos y le dijo:

«…acuérdate de mí cuando vengas en tu reino. Pero él tuvo aún fuerzas y le dijo: hoy estarás conmigo en el paraíso.» (Lucas 23:42-43)

¿Cómo podría prometer algo si estaban allí en la misma posición ambos? Luego lo escuché clamar a gran voz: «…Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?…» (Mateo 27:46).

Vi sus lágrimas rodarse como un niño. La lanza que le atravesamos en su costado y ver salir agua de él fue algo más que inesperado y dijo a gran voz: «…Padre, EN TUS MANOS ENCOMIENDO MI ESPÍRITU. Y habiendo dicho esto, expiró…». Lucas 23:46

Ver morir a ese hombre con la vida que era tan rebosante en él, y ahora allí fallecido. No hubo necesidad de quebrar sus piernas, porque murió antes que los otros dos. Vino sorpresivamente un temblor sobre la tierra y todo se volvió oscuro, y hubo una oscurana de varias horas y todos estábamos allí.

Sentí que esa oscuridad es la que nos gobernaba ahora que este hombre había muerto, y no había más que hacer.

Supe después que este mismo hombre había resucitado de entre los muertos, y andaba apareciendo a sus discípulos, pero no a otras personas. Era algo así como que un privilegio para aquellos que anduvieron con Él.

Me arrodillé en mi casa y dije: ten misericordia también de mi, soy un hombre pecador, perdóname Señor, yo te asesine, y conspire a favor de las fuerzas satánicas, pero ahora quiero creer en ese Jesús quien murió por mis pecados y que resucitó de entre los muertos y ahora está a la diestra de Dios.

Entra en mi vida Señor y gobierna mi vida, lo pido en el nombre que es sobre todo nombre, y delante del cual se arrodillaran los que están en los cielos, tierra y debajo de la tierra y en quien toma nombre toda familia de la tierra. Jesús de Nazareth.

Dr. Mauricio Loredo

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