“Después Naamán y todo su grupo regresaron a buscar al varón de Dios. Se pararon ante él, y Naamán le dijo: Ahora sé que no hay Dios en todo el mundo, excepto en Israel. Así que te ruego que aceptes un regalo de tu siervo. Pero Eliseo respondió: Tan cierto como que el Señor vive, a quien yo sirvo, no aceptaré ningún regalo… Entonces Naamán le dijo: Permíteme, por favor, cargar dos de mis mulas con tierra de este lugar, y la llevaré a mi casa. A partir de ahora, nunca más presentaré ofrendas quemadas o sacrificios a ningún otro dios que no sea Jehová”. 2 Reyes 5:15,17.

Ya era la séptima vez que Naamán se zambullía en el río Jordán, y al salir del agua vio que su piel leprosa había sido sanada y restaurada como la de un niño. ¡Qué alegría tenía este general del ejército sirio! Después de tantos años de sufrimiento, el Dios de Israel lo había curado. Estaba listo para comenzar una nueva etapa en su vida, libre de todo impedimento físico, emocional y social. Ya podía volver a Siria como un hombre nuevo… Pero no, Naamán sabía que primero tenía que reconocer que había recibido un milagro por gracia y misericordia, y lo menos que podía hacer era ser agradecido.

Naamán y toda su comitiva fueron a donde se encontraba el profeta Eliseo quien le había dado la orden divina de bañarse en el río siete veces para ser sanado. Este extranjero dejó su arrogancia de lado, aparcó su orgullo e hizo lo que pocos hacen: agradecer.

Eliseo abrió la puerta de su casa y vio a un hombre nuevo. Una sonrisa amplia, un gozo incontenible, y una disposición para hacer lo que fuera necesario en reconocimiento al Dios dador del milagro. Las primeras palabras del general fueron: ¡No hay Dios sino en Israel! ¡Aleluya! Soy un hombre nuevo, Dios hizo el milagro. ¿Qué puedo hacer para compensarte? ¿Diez talentos de plata? ¿Seis mil piezas de oro? ¿Diez mudas de ropa? ¿Qué quieres…? ¡Lo que sea!

Eliseo no aceptó ni un solo regalo de parte del sirio. El profeta sabía muy bien que la obra de Dios no se paga con dinero o bienes materiales. ¡Qué lección para nuestro evangelio contemporáneo! Tal vez Naamán se haya sorprendido. ¿Nada? ¿Aunque sea algo pequeño? No, nada. Todo es obra de Dios. Más que dar gracias como un acto único, debemos tener un corazón agradecido permanentemente. Ser capaces de reconocer su amor, bondad y misericordia siempre.

Naamán entonces le pide un poco de tierra de Israel para llevársela como souvenir, un recuerdo de que el Dios de Israel ahora también era su Dios. Adoraría solo a Jehová, el único Dios verdadero. Cada vez que viera esa tierra recordaría el milagro y daría gracias.

¿Estás siendo agradecido a Dios por lo que ha hecho por ti? ¿Recuerdas permanentemente que tus pecados fueron limpiados como la lepra de Naamán? ¡Cuántas bendiciones recibimos a diario! La verdad es que no deberíamos necesitar un “poco de tierra” que nos recuerde que debemos ser agradecidos. Nuestro corazón es el verdadero altar y de él debe fluir adoración y gratitud siempre por lo que Dios es y hace por nosotros.

Como dijo el salmista: “Bendice, alma mía a Jehová, y no olvides ninguno de sus beneficios”. Salmo 103:2.

Cortesía Pastor Pablo Giovanini Iglesia Cristiana Renacer Lynn

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